Dejó su pequeña mochila a un lado y se sentó al borde del precipicio a contemplar el ya casi pretérito anochecer. Ni un murmullo, ni un pájaro ni el suspiro de un solo humano. No era creyente, pero pudo sentir a Dios cantándole el silencio. El Sol ya estaba acostado bajo la ciudad, al fondo a la derecha, en un valle entre dos montañas. Solo se veían pequeñas hebras de la grandeza que había tenido durante el día, y ya cada vez menos. Con su sueño llegarían sus hermanas, las estrellas, musitando rencorosas nanas a todos los infelices que preferían ver tristes luces de neón de infinitos pasillos de oficinas.
Se puso en pie. El Sol ya dormitaba y la luz de la luna anunciaba que las agendas repletas de tareas tendrían en poco tiempo una hoja menos que guardar. Quedó pensativo. El aire frío empezaba a acariciarle la piel e invitaba sutil y amablemente a terminar con aquella necesaria reflexión pronto. Quería contar, pese a la tímida luz, todos y cada uno de los árboles que veía desde aquel tajo.
Ni una sola nube interrumpía la ruta entre él y las estrellas. Esa noche se habían reunido todas para verlo. Quizá se rieran de él, en silencio y quietud, lejanas y brillantes. Nunca lo llegó a saber.
Miró hacia el horizonte, por donde el Sol se había cubierto con su sábana estrellada, y vislumbró las luces de su ciudad. Allí, tan lejos de ella, era pequeño y se sentía grande. Era su lugar, y nadie podía allí darle órdenes. Abrió los brazos y quiso gritar. De pena y felicidad, de orgullo y vergüenza, de alivio y de ansiedad. Todo al mismo tiempo. La necesidad de hacerlo era cada vez mayor, se apoderaba de él como el odio de una pobre víctima. Ningún grito salió de sus labios, y en su lugar una lágrima lo hizo de uno de sus ojos. Dentro de su insignificancia en aquel paraje, él era grande. Fue grande por un momento y nadie pudo verlo.
Y saltó.
Texto: Álvaro Arrans
Imagen: Dan The Hutt