Brest

El comienzo fue algo muy rápido, como en un abrir y cerrar de ojos. Serguéi ni siquiera tuvo tiempo de asimilar todo y a todos a los que había perdido. Las agujas del reloj solo habían dado una vuelta completa desde que empezó el tormento. Eran las escasas cuatro de la tarde, y Serguéi estaba tumbado, boca arriba. Le vestía su uniforme militar, verde musgo, y en esa estancia le acompañaban soldados valientes. Vivos y muertos.

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No

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No. Por Dios, espera.

Nuestros caminos nunca deben separarse y aún debemos luchar por tenerlos férreamente unidos. Cómo voy a olvidarte, cómo voy a olvidar cuando nos conocimos, cuando empezamos a zambullirnos en los lagos de nuestros miedos, cuando empezamos a confesarnos secretos frente a la hoguera del que acabó siendo nuestro hogar.

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Sonata crepuscular

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Dejó su pequeña mochila a un lado y se sentó al borde del precipicio a contemplar el ya casi pretérito anochecer. Ni un murmullo, ni un pájaro ni el suspiro de un solo humano. No era creyente, pero pudo sentir a Dios cantándole el silencio. El Sol ya estaba acostado bajo la ciudad, al fondo a la derecha, en un valle entre dos montañas. Solo se veían pequeñas hebras de la grandeza que había tenido durante el día, y ya cada vez menos. Con su sueño llegarían sus hermanas, las estrellas, musitando rencorosas nanas a todos los infelices que preferían ver tristes luces de neón de infinitos pasillos de oficinas.

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Underground

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Fin. Sin lugar a dudas, los viernes eran los peores días. Después de casi cinco horas de clase, el descanso de fin de semana era algo mucho más que merecido. Abandonó el recinto esquivando a todos los grupos improvisados de personas que se habían aglutinado bajo el inmenso cartel que señalizaba la entrada al aula veintitrés. Quería correr, salir de aquellos pasillos infinitos lo más rápido posible. Y así lo hizo. Muy poco tiempo pasó desde que cambió los pasillos de su universidad por los túneles del metro.

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Libertad

Hala abrió los ojos. Era el gran día. Todo el mundo dijo que su vida cambiaría a partir de ese momento, pero ella, por su temprana edad, ignoraba completamente todos los mensajes de desánimo.

Giró su pequeña cabecita y encontró a Aisha, una muñeca que un europeo alto y fuerte, uno de los que ofrecían primeros auxilios a los civiles heridos en tiroteos callejeros improvisados, le había dado hacía algún tiempo. Hala abrazó a Aisha, dándole unos calurosos buenos días y la miró fijamente. Como dándole instrucciones, le habló muy seriamente, imitando la gesticulación de su madre cuando le daba algún tipo de instrucción. Pocas pero suficientes y contundentes fueron sus palabras. La cogió de un brazo, se levantó firme y decidida, descorrió la cortinilla que separaba su estancia del salón y entró mostrando su mejor y más brillante sonrisa a darle un beso a su madre, que estaba poniéndose el velo. Su madre se giró, gritó su nombre con alegría y le dió un abrazo muy profundo. Después se separó de ella, le puso las manos sobre los hombros, la miró fijamente y le preguntó, casi llorando de alegría, que si estaba lista. Otra sonrisa y una cara de absoluta felicidad cargada de una notable inocencia infantil bastaron a su madre como respuesta.
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