Hala abrió los ojos. Era el gran día. Todo el mundo dijo que su vida cambiaría a partir de ese momento, pero ella, por su temprana edad, ignoraba completamente todos los mensajes de desánimo.
Giró su pequeña cabecita y encontró a Aisha, una muñeca que un europeo alto y fuerte, uno de los que ofrecían primeros auxilios a los civiles heridos en tiroteos callejeros improvisados, le había dado hacía algún tiempo. Hala abrazó a Aisha, dándole unos calurosos buenos días y la miró fijamente. Como dándole instrucciones, le habló muy seriamente, imitando la gesticulación de su madre cuando le daba algún tipo de instrucción. Pocas pero suficientes y contundentes fueron sus palabras. La cogió de un brazo, se levantó firme y decidida, descorrió la cortinilla que separaba su estancia del salón y entró mostrando su mejor y más brillante sonrisa a darle un beso a su madre, que estaba poniéndose el velo. Su madre se giró, gritó su nombre con alegría y le dió un abrazo muy profundo. Después se separó de ella, le puso las manos sobre los hombros, la miró fijamente y le preguntó, casi llorando de alegría, que si estaba lista. Otra sonrisa y una cara de absoluta felicidad cargada de una notable inocencia infantil bastaron a su madre como respuesta.
Seguir leyendo